Indiana Jones y la última cruzada
Acababa de regresar al Barnett College, orgulloso de haber
conseguido, por fin, recuperar la Cruz de Coronado. Después de un rato de charla con mi
colega Marcus, estiré un poco los músculos en el gimnasio, y me dispuse a retomar las
riendas de mi clase. La cosa no era nada fácil, pues los chicos estaban formando un
enorme escándalo pretendiendo hablar todos conmigo. Le dije a mi secretaria que fuese
tomando notas de sus nombres y me escapé al laboratorio buscando algo de tranquilidad.
Decididamente, cualquier peligrosa aventura podía resultar más atractiva que luchar
contra aquella jauría desbocada.
Mientras ponía algo de orden entre los papeles de mi mesa,
descubrí un extraño paquete que estaba remitido por mi padre, el viejo Henry Jones. En
su interior, el libro en el que Henry llevaba sus anotaciones sobre el asunto que más
había cautivado su interés en los últimos treinta años: la búsqueda del Santo Grial.
No podía entender qué había movido a mi padre a enviarme
algo tan querido para él, salvo que con ello intentase apartarlo del alcance de otra
persona.
Aturdido, me escapé por la ventana, y cuando pretendía
irme a casa, dos tipos de mala catadura me asaltaron, invitándome a acompañarlos.
Mi amable anfitrión se llamaba Walter Donovan, nombre que
me resultaba bastante conocido por sus generosos donativos al Colegio. El Sr. Donovan me
empezó a contar una historia sobre antigüedades y sobre la joya más preciada para
cualquier colección: el Santo Grial. Hasta ahora, todos los intentos para localizarlo
habían sido vanos, e incluso un buen especialista que habían contratado, desapareció en
Venecia misteriosamente.
Sugerí a Donovan que el auténtico experto en el tema era
mi padre, y cuál no sería mi sorpresa cuando me confirmó que el experto desaparecido no
era otro que el viejo Henry Jones. Así pues, estaba obligado a aceptar el reto por el
bien de mi progenitor.
Antes de nada, quise comprobar si la desaparición de Henry
era cierta, y me acerqué al domicilio familiar. Todo estaba muy revuelto y resultaba
evidente que alguien había estado allí buscando algo. Quizás fuera el libro que me
había llegado por correo. Decidí llevarme todo lo que tuviera relación con el tema, y
me guardé un viejo cuadro que pinté en mi juventud sobre el Grial.
EN LA HERMOSA VENECIA
Las últimas referencias sobre el Grial databan de los
tiempos de la primera cruzada. Tres caballeros habían comprometido sus vidas en cuidar
del Santo Cáliz, y el trozo de losa que tenía Donovan era la primera pista sobre su
localización. Pero estaba incompleto, y según todos los datos, el otro trozo fue
sepultado en la tumba del segundo de los cruzados. Mi padre andaba tras esta tumba y sus
investigaciones apuntaban a Venecia, así que allí nos dirigimos.
Nuestro contacto en la ciudad se presentó enseguida. Se
trataba de una chica, la doctora Elsa Schneider. Había estado con mi padre hasta horas
antes de su desaparición, mientras trabajaba en la biblioteca que se encontraba sobre una
vieja iglesia cristiana. Papá murmuraba algo sobre números romanos en sus últimas
instantes junto a la chica.
Después de un concienzudo repaso por las estanterías,
localicé tres libros de bastante interés: un manual sobre cómo pilotar un aeroplano, un
libro de mapas de antiguas catacumbas romanas, y un ejemplar de las primeras ediciones de
Mein Kampf, del dictador que por aquellos días hacía temblar al mundo: Hitler. Las
vidrieras que adornaban las ventanas entre los tramos de estantería me recordaban algo
del diario de mi padre, así que supuse que había llegado la hora de hacer uso de él.
Unas notas del Sr. Jones sobre la forma de las cabezas, del escudo y todo lo que
conformaba la vidriera, me hicieron localizar una exacta al dibujo del libro. Ahora, una
enigmática frase marcaba mi camino: "Para entrar usa el primero de la
izquierda".
A mi derecha y a mi izquierda, dos grandes columnas tenían
unas placas metálicas con números romanos, los mismos que se encontraban sobre las losas
del suelo de cada habitación.
Memoricé la primera cifra de la placa de la izquierda, e
investigué sobre la losa con el mismo número. Para mi sorpresa, sonaba a hueco, aunque
hacía falta algún instrumento sólido para quitarla. Un poste metálico de los usados en
museos y lugares públicos me pareció adecuado para el trabajo, guardándome además el
cordón rojo atado a él.
Después de un par de golpes, la losa cedió, justo a
tiempo, pues se acercaba un guardia armado. Sin dudarlo un segundo, me introduje en el
oscuro agujero por donde estaba seguro que había desaparecido mi progenitor.
EN LAS CATACUMBAS
Me encontraba en unas catacumbas cristianas, y lo mejor
para moverme por ellas, era el libro de mapas que llevaba conmigo. Con su ayuda, localicé
el garfio de un pirata que seguramente buscó tesoros sin fortuna por allí. Encontré una
interesante galería inundada y una no menos interesante reja, tras la cual distinguí
algo que podía parecerse a un sarcófago. Era imposible acceder a él desde allí, pero
se intuía que, por detrás, una galería desconocida me llevaría hasta el sepulcro. El
problema era averiguar cómo entrar en ella.
En algún lugar había visto una antorcha que podría
aportarme algo de luz sobre los rincones en los que tal vez estuviera la continuación de
aquel laberinto de túneles, así que me dirigí a recogerla. El tiempo que había estado
colgada en la pared, había endurecido una capa de barro alrededor de ella, y era
imposible arrancarlo sin antes ablandarlo. Necesitaba algo de agua, y por la escalera
junto a la reja tras el sarcófago, pude salir de nuevo a la plaza de Venecia. Una hermosa
fuente me daría el agua, pero hacía falta un recipiente. En la terraza del bar cercano,
convencí a una pareja sobre lo horrible que era el vino que habían pedido, y me
permitieron retirarles la botella, con la que pude recoger el líquido que necesitaba.
Cuando volví junto a la antorcha, el truco del agua
funcionó, pero de manera inesperada. En lugar de obtener luz para encontrar un nuevo
camino, entré de cabeza en él, al activar un resorte oculto.
Este nivel se comunicaba con el anterior por una escalera,
por la que sólo podía subir. Para bajar era necesario volver a tirar de la antorcha.
En él, encontré un puente de roca natural, sobre el cual,
un tapón de madera me aclaraba que estaba bajo la galería inundada. Tras el puente,
localicé una pequeña sala con inscripciones aclarando detalles sobre el Grial que anoté
cuidadosamente.
La única continuación posible estaba en el fondo de la
galería inundada y para llegar a ella había que vaciarla quitando el tapón. Lo
conseguí gracias al garfio del pirata y a mi habilidad con el látigo. Una vez vaciada la
galería superior, entré en ella hasta el agujero del fondo. Por él, descendí a un
nuevo nivel en el que encontré una extraña maquinaria que aunque parecía funcionar, no
lo hacía del todo. Observé que sólo una parte del mecanismo se movía, y comprendí que
faltaba alguna especie de correa de transmisión. La improvisé con la cuerda roja, que
parecía resistente para ello, y activé el mecanismo una vez. Un poco más adelante, una
nueva puerta cerrada ante la cual parecían montar guardia tres extrañas estatuas que
cambiaban de forma al empujarlas, me cerraba el paso. Una ojeada al Diario del Grial me
dio la clave correcta para la apertura. Fue más fácil cuando situé primero la de la
derecha, luego la de la izquierda y por último la del centro.
Unas lóbregas escaleras bajaban hasta el tercer nivel de
las catacumbas. Franqueé un abismo por un puente levadizo que se había activado con la
maquinaria en la que puse la cuerda roja y llegué hasta una puerta ante la cual había un
extraño instrumento musical compuesto por cráneos. Cada uno de ellos dejaba oír una
nota al empujarlo y sólo tuve que interpretar la partitura que mi padre se había
encargado de escribir en su diario. Me sonó a música celestial el chirrido de los
engranajes que abrían la que resultó ser la última puerta que me separaba del
sarcófago.
En el interior del mismo, encontré los restos del segundo
de los caballeros y un pequeño trozo de escudo de piedra, donde se hablaba de mi próximo
destino: la antigua ciudad de Alexandreta, sobre la cual hoy está situada Iskenderun.
Al salir de nuevo por la alcantarilla, hallé a Elsa y
Marcus, quien había averiguado que mi padre se encontraba prisionero de los nazis en el
castillo de Brunwald, situado en la frontera entre Austria y Alemania. El misterio del
Grial me había atenazado, sin embargo, Iskenderun tendría que esperar durante un tiempo,
hasta que consiguiera liberar a mi querido progenitor. Así que mi nuevo destino era
Brunwald.
EN LA FORTALEZA NAZI
Me adentré en el castillo que, bajo el efecto de la
tormenta, tenía un aspecto ciertamente tenebroso. El recibimiento del mayordomo no fue
demasiado caluroso, y tuve que darle un mamporro para poner las cosas en su sitio. Con el
mayor sigilo posible, me colé por el pasillo de la izquierda.
No parecía haber nadie, pero encontré en una habitación
al vigilante de turno. Estaba como una cuba, además de haber abandonado su puesto, sin
embargo logré sacarle bastante información. La guarnición de la fortaleza se componía
de sólo una docena de hombres, bajo el mando de un tal Coronel Vogel. Me previno sobre lo
peligroso que era el gigantón del tercer piso, salvo cuando estaba borracho, y del
intelectual que cuidaba las alarmas. Quería tomar más cerveza, para lo que me entregó
su jarro. En la cocina, volví a llenar el recipiente, pero decidí que el guardián ya
había bebido bastante y vertí el líquido sobre las brasas del fuego. El asado parecía
suculento, así que guardé un trozo por si luego las cosas se ponían feas.
Llené de nuevo el jarro, porque la carne parecía estar un
poco seca. En el resto del pasillo, no encontré nada de interés. Desde donde tumbé al
mayordomo, tomé otro pasillo para revisar el resto de la planta baja. El primer guardián
que me sorprendió se tragó un rollo sobre que era un investigador especial de la
Gestapo. Ya en el guardarropa, tomé un traje de criado y me quedé con ganas de conseguir
uno de oficial que parecía ser de mi talla... Lástima que estuviera cerrado con un
candado.
Junto a las escaleras de subida al segundo piso, se
encontraba el cabo Kruger, a quien le interesó bastante mi oferta de cazadoras de piel,
hasta el punto de anticiparme 15 marcos como señal.
En el segundo piso, decidí utilizar el disfraz de criado
para levantar menos sospechas y me cambié de traje en la primera habitación de la
derecha.
El guardián del primer pasillo no pareció sospechar de mi
disfraz, por lo que decidí hacerle un regalo. El único objeto apropiado me pareció el
cuadro que yo mismo había pintado. Para mi sorpresa, el tipo lo consideró valiosísimo y
corrió a enseñárselo al Coronel, dejándome el camino libre.
Entre las habitaciones cercanas, había una sala con muchas
obras de arte, y entre ellas, un gran retrato de la Gioconda, tras el cual se escondía
una caja fuerte. En un primer intento, no pude abrirla al desconocer la combinación, así
que lo dejé para más tarde.
Dentro de un arcón en el mismo piso, encontré un uniforme
que era pequeño para mí, pero en uno de sus bolsillos, una pequeña llave me recordó al
otro uniforme que había en el guardarropa al que quizás ahora podría tener acceso.
Recordé con qué ropas había pasado ante los guardas de abajo y me las puse antes de
volver a hacerlo. Conseguí sin problemas el disfraz, que me pareció el más adecuado,
así que en cuanto subí de nuevo arriba, no esperé ni un segundo para ponérmelo.
En el cuarto de las alarmas, estaba el intelectual del que
me había hablado el borracho y me pareció oportuno intentar sobornarlo con algo
adecuado. El libro del máximo mentor del nazismo resultó perfecto, y el tipo no esperó
ni un segundo para largarse a leer detenidamente Mein Kampf dejándome a mí a cargo de
todo.
Saboteé el sistema de alarma usando la cerveza a través
de la rejilla para provocar un cortocircuito. Una de las habitaciones de este pasillo
estaba cerrada con llave, así que intenté llegar a ella a través de la cornisa que
unía las ventanas. Lo conseguí, pero no encontré a Henry como suponía, sino una
habitación vacía donde sólo era destacable un ladrillo sobresaliente en la pared. Con
algo de rabia, lo golpeé y se hundió, saliendo al exterior por el otro lado del muro.
Cuando volví a la cornisa, me di cuenta de que podía ser una buena manera de alcanzar la
rejilla que servía de guía a las plantas y alcanzar de golpe el tercer piso.
La maniobra resultó perfecta, pero para mi sorpresa, mi
padre no consentía en escapar por donde yo había entrado, alegando vértigo. Como lo
conozco bien, supe que no había nada que hacer, salvo buscar la forma de entrar como las
personas, por la puerta. Así que puse manos a la obra, deshaciendo el camino andado y
bajando a la segunda planta.
De nuevo con el uniforme de oficial, un guardia junto a la
escalera hacia el tercer piso me dejó pasar cuando mencioné el nombre del coronel Vogel.
Ya en el tercero, tuve con el vigilante una amena charla sobre arrugas y manchas en la
ropa, que me dejó vía libre de inmediato.
La primera puerta a la derecha del tercer piso era el
despacho de Vogel, donde registrando un fichero, hallé un interesante pase en blanco en
cuyo dorso constaban unos números parecidos a los de una combinación de caja fuerte. Por
supuesto, tuve que caerle simpático al perrito, para lo que utilicé el asado que llevaba
conmigo. Sin pensarlo un instante, bajé de nuevo al segundo y comprobé que podía abrir
la caja fuerte. En el interior de la misma, estaba el cuadro que yo había dado al
centinela, más otro de gran tamaño, donde se representaba la figura del Grial y en el
que era posible observar si la copa brillaba o no. Con este dato y el obtenido tras el
puente de roca en las catacumbas, estaba seguro de distinguir el cáliz verdadero entre un
montón.
De vuelta al tercero, el único camino posible estaba
cortado por el enorme Biff "el nazi". El borracho me había avisado que el
único modo de tumbarlo era emborrachándolo, pero dado su tamaño, necesitaba algún
recipiente bien grande. En el despacho de Vogel había visto un trofeo que podía servir,
así que bajé con él a la cocina a por cerveza. (Tuve que hacer los cambios de
indumentaria para que ningún guardia sospechase, al verme vestido de manera diferente a
cuando entré).
El enorme rubio trincó la jarra y se la bebió de un
trago. Era mucha cerveza hasta para un mulo como él, y con un simple mamporro lo quité
de en medio.
Las puertas del pasillo donde calculaba que estaba
encerrado mi padre estaban cerradas con llave, así que me dirigí hacia las de la parte
contraria. Encontré a un guardián que adiviné que era Siegfried, pues me habían
hablado de él abajo.
Le pregunté si tenía autoridad para ver documentos
secretos, y al decirle su nombre, me dejó vía libre. En la última habitación de este
pasillo, encontré una pequeña llave colgada de un candelabro. Volví a la zona donde
estaba Henry y abrí la puerta en la que se veían con claridad los cables del sistema de
alarma.
Mi papá recibió con satisfacción el hecho de que hubiese
llegado de nuevo hasta él, y decidimos salir pitando. Por desgracia, alguien no había
quedado convencido con mis actuaciones y los guardias se habían armado fuertemente.
En cuanto nos cruzamos con el primero, fuimos detenidos. El
coronel Vogel hizo acto de presencia, exigiéndome de inmediato la entrega del libro del
Grial. Entendí de pronto que el Tercer Reich andaba detrás de algo tan poderoso como era
el cáliz de Jesucristo.
Se nos ató en la sala de las armaduras y, precisamente,
una de ellas con una afilada hacha como arma me dio la idea para escapar. Era un poco
arriesgada, pero no podíamos correr el riesgo de esperar que nuestros anfitriones
decidieran algo para nosotros. A empujones, conseguimos situar las sillas en el sitio
exacto y luego una patada al hacha hizo el resto. La chimenea era demasiado grande para
servir sólo para el fuego. Presionando una de las estatuas, conseguimos activar el
resorte que la abría, y salimos de allí enseguida. Una moto con sidecar aparcada detrás
del castillo fue el vehículo adecuado. Pensé en dirigirnos hacia Iskenderun, pero papá
insistió en que era imprescindible recuperar su diario, y éste había sido enviado a
Berlín, al mismísimo Fürher.
EN EL CORAZÓN DEL MUNDO NAZI
En el camino hacia la capital, tuve que usar el rollo del
oficial en misión secreta para conseguir pasar. Cuando llegamos, todo andaba muy
revuelto, pues Hitler estaba presidiendo una quema pública de libros. Encontré a Elsa en
las calles y conseguí que me devolviese el Diario. Poco después, tuve la mala suerte de
tropezarme con el mismísimo Hitler. Era un ser pequeñajo, pero al que se le veía el
tamaño de su orgullo. Decidí halagarlo, y en un impulso repentino, le mostré un papel
para que me firmase un autógrafo. Resultó ser el pase que había conseguido en el
despacho de Vogel y que ahora, al estar firmado por el Fürher, constituía un preciado
salvoconducto.
Queríamos salir de Alemania de la forma más rápida, así
que buscamos el aeropuerto. Sólo salía un dirigible, pero no teníamos el dinero
suficiente para los billetes. Recordé el manual sobre vuelo que encontré en la
biblioteca, y decidí llevarlo a la práctica. Con rapidez, robamos una avioneta que
conseguí poner en marcha y nos dirigimos hacia Iskenderun. La cosa no iba a ser tan
fácil, pues, enseguida, aviones enemigos aparecieron pegados a nuestra cola. Maniobré
como mejor supe mientras papá disparaba la ametralladora, pero fuimos derribados.
El aterrizaje fue algo brusco, sin embargo, tuvimos la
suerte de caer junto a un par de coches medio abandonados. Cogimos el más discreto, y
pusimos rumbo a Austria.
Salir de Alemania por carretera no era fácil en aquellos
días, pero resultaba casi divertido ver la reacción de los encargados de cada control al
reconocer la firma en nuestro salvoconducto. Cruzamos Austria y Yugoslavia, hasta llegar a
lskenderun.
EN EL TEMPLO DEL GRIAL
En la puerta del templo, nos esperaba Marcus, y dentro del
mismo una desagradable sorpresa: el maldito Donovan, promotor de toda la campaña de
búsqueda, estaba aliado a los nazis, aparte de su interés personal en la obtención del
Santo Cáliz. Nos amenazó con un arma y, ante mi negativa a entrar a la zona de las
trampas que impedían el paso de los impuros, disparó a bocajarro contra mi progenitor.
El malvado había encontrado la forma de convencerme, pues
Henry sólo podría salvarse si yo conseguía la copa, así que no tenía elección.
Recordé las tres pruebas mencionadas en el diario de mi padre.
En la primera se hablaba de que sólo el penitente
pasaría, así que me arrodillé en el lugar señalado en el libro con una "X" y
sentí como una enorme cuchilla rozaba mi cabeza. Con un par de saltos, esquivé una
segunda hoja afilada y supe que había pasado.
La segunda prueba hablaba de que sólo el que siguiera los
pasos de Dios lograría entrar. Recordé como se escribía antiguamente el nombre de Dios,
y pisé solo las losas que contenían alguna letra de su nombre.
La tercera prueba era el camino de Dios y sólo la fe
absoluta podía ayudarme. Nada más llegar al abismo, me dirigí de inmediato hacia la
puerta de enfrente, sin mirar siquiera hacia abajo. Para mi sorpresa, caminé por el aire
como si un puente mágico hubiese sido tendido y logré pasar.
El lugar al que llegué respiraba santidad por los cuatro
costados. Una gran pila de agua bendita y una mesa con gran cantidad de copas que iban
desde la más sencilla a la más lujosa eran todo el mobiliario. Junto a la mesa,
arrodillado, estaba el Tercer Caballero, que demostraba con su aspecto que todo lo que se
había hablado sobre la inmortalidad que proporcionaba el cáliz era cierto. El caballero
me tomó por alguien que había vencido las pruebas y había venido a relevarle después
de tantos años. Le hablé entonces de mi pobre padre moribundo, y pudo comprobar la
pureza de mi alma. Me dijo que tenía que elegir y lo hice sin dudar. Las pistas de las
catacumbas, tras el puente de roca, habían reducido a dos las descripciones del
auténtico Grial entre todas las que mi padre tenía en su diario. La visión del cuadro
en la caja fuerte del castillo nazi me había aclarado si era una copa brillante o no.
Para estar más seguro, probé a beber un poco del agua bendita y supe que había acertado
a la primera.
A toda prisa, llegué junto a mi padre, comprobando que
Donovan se había puesto demasiado nervioso esperando y había "perdido la
cabeza". El Cáliz hizo el milagro esperado y pronto Henry martirizaba de nuevo mis
oídos con su simpático modo de llamarme.
Todo había terminado felizmente, y como el caballero me
había informado que el Grial no podía traspasar el gran sello que marcaba la entrada al
templo, decidí devolverlo. Pero Elsa no pensaba igual, y en un impulso, me arrebató la
copa. El terremoto que se produjo demostró la potencia del Santo Cáliz y la veracidad de
la prohibición. La pobre Elsa desapareció tragada por la tierra bajo el Gran sello y yo
solamente pude recuperar el Grial usando mi arma más preciada.
Ya, lo único que nos quedaba por hacer era volver a casa y
encontrar un nuevo objetivo para mi próxima aventura. ¿Qué tal estaría localizar el
continente perdido de la Atlántida? Claro que, esta vez, sería mejor no llevar a papa
conmigo, por si las moscas.
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