Hace ahora treinta años que el director, guionista, montador,
director artístico e incluso intérprete (desde luego, todo un autor) de La
noche de los muertos vivientes, George A. Romero conseguía salir del hoyo
de la serie B con un producto de terror cuya originalidad le convirtió en un
auténtico héroe para los asiduos de las cinematecas y los jóvenes con
vocación de cineasta de todo el mundo. Su coguionista de aquella épica dorada, John A. Russo asume ahora la responsabilidad sobre la edición especial treinta
aniversario de la noche en que la humanidad pagó los abusos de la energía
atómica y los muertos salieron de sus tumbas con sed de sangre y venganza para
poner las cosas en su sitio./ Con 15 minutos extras de metraje inéditos y no rodados en su
momento por lo limitado del presupuesto, la sana intención de renovar el pavor
de los espectadores y la frescura de un filme hecho, más que ningún otro, con
las tripas, llega oportuna a la cartelera está revisitación de un ya clásico
del género que contiene toda una declaración de amor al humilde oficio de
contar historias, al margen de calidad o profundidad de contenidos, aunque sean
para no dormir.
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George A. Romero, clásico de un solo título
Pocos cineastas a lo largo de los años evidencian en su trayectoria el
impacto de un solo título de un modo tan evidente como le ocurre a George
Andrew Romero. Nacido en Nueva York en 1940 y con una vocación de
cineasta tan acusada como la de Ed. Wood, Romero hizo varios cortos en su
primera juventud antes de descubrir que debería convertirse en un
auténtico hombre-orquesta para poder hacer cine en una épica de vacas
flacas. Y su debut en el largo, La noche de los muertos vivientes,
ha marcado, para bien o para mal, el resto de su carrera, que no deja de
ser una sucesión de intentos por encontrar la fórmula del éxito que tal
vez le llegó prematura y que nunca ha sabido mantener. |